sábado, 15 de febrero de 2014

Arriba de la Micro

Arriba de la micro
                                                                                                                (Arturo Adalí)

Y casi sin darme cuenta ya estaba arriba de la micro, entre despierto y medio dormido, con el contacto puro entre mis sueños más distorsionados y la real  e irritante molestia de ir parado en la mañana recibiendo codazos y empujones que terminaban por despertarme de aquel trance aletargado. Sin falta, a mis espaldas siempre se podía escuchar alguna vieja reclamando sobre la inconsciencia de los jóvenes de no entregar su asiento a las personas mayores, a mi costado veía siempre a un tipo formalmente arreglado hablando, la hora y media que duraba mi viaje, por teléfono celular; y al otro lado solía haber una señora con un niño en brazos que no paraba de llorar, el cual tapaba todos los barullos y murmullos de quienes me rodeaban. De entre los días en los cuales corría con más suerte, lograba ver la ventana de la micro y observaba el paisaje lóbrego de la mañana de invierno, compuesto por edificios y calles sin vida, formado por una ciudad fantasmagórica hasta antes de las siete de la mañana.

Cuando llevaba parte del trayecto recorrido, no podía evitar reír siempre que subía algún estudiante al transporte, y es que cuando intentaban pagar la tarifa rebajada: sus caras se ponían rojas, les temblaban las manos, y entregaban tímidamente el dinero con una, mientras que con la otra mostraban su pase escolar, y de sobresalto corrían a su asiento para evitar ver la cara del chofer. Tampoco podía evitar sentir envidia y odio por quienes habían logrado tomar un asiento en el vehículo, y es que cada vez que alguien dejaba su puesto libre, el hacinamiento inerte de la mañana se transformaba en una escaramuza donde cabían hasta los tirones y los mordiscos más peligrosos e incluso las hazañas más osadas. Ya había llevado tanto tiempo con la misma rutina que casi no recuerdo el día en el que ya la había internalizado.

De a poco fui aprendiendo a acostumbrarme a los barrotes de fierro, y mi mano parecía casi moldearse y enrollarse como cual serpiente se aferra a su presa, para evitar cualquier tropiezo y terminar chocando con alguien arriba de la micro, sobre todo si terminaba topándome o pisando a aquellas señoras que con su mirada odiosa y arrugada pareciera que te clavasen una navaja oxidada diciendo: “¡Ay!, ten más cuidado poh”. Con el tiempo, agarré cariño a esos asientos toscos, ásperos y duros, que no entregaban nada de comodidad pero que de todas formas como lobos salvajes nos abalanzábamos hacia ellos; en los días más oscuros me agradaba aquella luz del foco intermitente que no paraba de simular una fiesta de música electrónica, sólo que el ambiente era siempre algo más deprimente. En los días más fríos se tornaba la micro en la mejor calefacción de todas, sobre todo si se subían más personas. Y cómo detestar la radio de aquel micrero que ponía a todo volumen mientras escuchaba sus rancheras, la cumbia o sus melodías románticas de Camilo Sesto, Arjona, Sanz, Bosé, Aerosmith y entre otros trillados de siempre.

Así me parecía a diario ver la micro a la que entraba. Subía los primeros escalones metálicos en una hazaña digna de cantar de gesta para evitar caer mientras avanzaba las cuadras ya lejanas a las que donde yo había tomado el transporte, y pagaba mi pasaje al micrero, que estaba detrás de una barra también metálica, aquel dejaba las monedas en la caja y me entregaba el boleto y el “vuelto”; frente a él pareciese su lugar de trabajo y su asiento un santuario solemne y de culto, destinado a colocar un exceso de pegatinas, banderas, colgantes, luces, letreros, juguetes, cruces, desodorantes ambientales y hasta frases de: “Dios es mi piloto”, de alguna forma creía siempre que de un momento a otro pondría alguna vela y comenzaría a rezar el padre nuestro; y yo –inconscientemente- en muchas ocasiones incliné mi cabeza y me persigne. Me retiraba por el estrecho pasillo platinado dando más de cien pasos, chocaba contra algunas personas y si tenía algo de suerte tomaba asiento. Me acomodaba y agarraba fuerte –amarraba a mi cuerpo- todas mis pertenencias, por si alguien intentase pasarse de listo, y miraba hacia el suelo el chicle pegado, los papeles y las botellas tiradas, las ventanas trizadas y los asientos rayados: nunca me hizo gracia leer “dale albo campeón” o “grande bulla”, y siempre terminaba preguntándome si “Juan” y “María” aún seguían juntos; con el boleto hacía un avioncito de papel pequeño y lo dejaba caer entre mis piernas, al mismo tiempo que se me escapaba algo de vida en un suspiro y renunciaba al trozo de papel que protegía mi vida.

De la misma forma en la que miraba asombrado cuando encontraba quinientos pesos en el suelo de la micro, observaba el asiento del copiloto algo distante, incomprensible e incognoscible para cualquier humano ordinario, y es que aquel puesto de enfrente correspondía a aquellos quienes habían recibido la iluminación divina del micrero, y sabía que en algún momento de mi vida, yo debería lograr sentarme allí. En lo que dura mi viaje, dos o tres son los comerciantes ambulantes que suben para venderme una crema, un chocolate, algún libro para colorear o hasta para tocar alguna canción que queda mal enfocada con la música puesta en la radio, pero lo que más me sorprende de estas personas, es que de alguna extraña manera han dominado el fino arte de caminar sobre la micro sin tambalearse, frente a esto no puedo más que terminar comprando alguno de sus productos.

Mis días parecían cada vez más apegados a la cotidianidad de un micrero, y es que arriba de la micro encontraba la seguridad y la protección del mundo exterior. De algún modo, tenía el sentimiento afianzado de que sobre aquella carrocería metálica, en constante movimiento: mi vida no correría peligro y se mantendría intacta. Cuando ya me di cuenta, mi dependencia a estar sobre una micro se iba acrecentando. Aun cuando recordara aquella pesadilla, donde mi madre me abandonaba arriba del transporte público a la edad de cuatro años, seguía pensando que la micro era el lugar más seguro de todos. Y es que, recuerdo muchas veces, que cuando me bajaba en mi parada de destino, mi cabeza se alborotaba y daba un sinfín de vueltas, me comenzaba una jaqueca enorme y perdía la orientación e inmediatamente corría a abalanzarme sobre la micro y pagaba de nuevo mi pasaje, y pagaba de nuevo mi seguridad, y como imbécil pagaba de nuevo.

            Este problema crónico, fue rápidamente detectado por mis familiares cercanos, pero antes de que cualquiera pudiese hacer algo, la vida me había puesto por delante una oportunidad de zafarme de las cadenas y grilletes puestos en los asientos. Recuerdo claramente cuando la conocí, la hija del micrero de la línea cuarenta y cinco, Gisela Ruiz, una señorita de no más de veinticinco años, cabello largo, rostro agraciado y una sonrisa que parecía invitarme a conocerla. Tuve la fortuna de cederle mi asiento en una oportunidad cuando sentí que la micro había chocado con algo, y es que fue a lo único que atiné cuando la vi subir a la micro atestada: “¡Aquí hay un asiento libre!”, le grité y se escuchó repetidas veces frente a todas las personas, no sé si por el eco de la micro, por los murmullos de la gente o porque seguía repitiendo la frase en mi cabeza para saber si no había dicho nada torpe.

            Salí repetidamente con esa chica, y rápidamente encontramos gustos en común. Al poco tiempo ya nos encontrábamos en una relación de pareja e íbamos a todos lados juntos. Yo creía que un poco de color había entrado a esas barras de metal sobre la micro, que por alguna razón ya no me parecían tan plateadas como siempre, y nada de lo que me rodeaba era lo mismo, creía que Juan y María seguían juntos, que las canciones trilladas de siempre se oían más armónicas, y que bajarme de la micro era un logro del pasado. Hasta que cuando íbamos hacia el centro, tan sólo le tomó un segundo, un solo instante, en el paradero, para destrozar parte de mi vida y con cuatro personas más a mi lado, me dijo a secas: “Felipe, creo que me aburrí de ti”, y sentí como si una micro me golpease y pasase sobre mí, y yo desde debajo de la rueda, le quedaba mirando, al mismo tiempo en que ella subía a la misma micro que había sentido que me golpeaba. Y desde arriba se pudo escuchar a alguien que gritaba a todo pulmón: “¡Aquí hay un asiento libre!”.

                        Como pudiese suponerse, mis días posteriores volvieron a la normalidad, y seguía allí parado, medio dormido y medio despierto, con la vieja que discute, con el tipo al celular, con la madre y su hijo en brazos, y con el paisaje desierto de la ciudad en la mañana. Si, arriba de aquella micro, la que desafiaba como un chiste el límite de veinticinco pasajeros. Volvía a saber que la micro, era el lugar más seguro del mundo, y desarrollé una dependencia mucho más fuerte y acérrima. Al principio, volví a la micro para intentar toparme con ella nuevamente, pero luego recordé que allí arriba todo era perfecto, y que nada me podía dañar mientras viajara en ese transporte. No sé cómo denominar aquel trastorno, y es que ¿será sólo mi caso una paranoia mental?, ¿será un revuelo mediático para llamar la atención?, no lo sé, pero este viaje en micro es lo único que me relaja en el día. Y si no fuese porque el micrero me tira a patadas cuando finaliza su recorrido, quizás estaría allí parado como fantasma a las tres de la mañana, cuando se ha oído el último ruido de un disparo, el último ruido de una sirena, y el último llanto de una mujer violentada.

            Mientras pasaron los años, aquel jovial conductor de la micro a la que siempre recurría, había fallecido de un ataque al corazón, tras el asalto de su último recorrido nocturno, y yo quien fui espectador del acto: no pude hacer nada, porque él ya se había bajado de la micro. Hermoso fue su funeral, y los micreros de la línea cuarentaicinco desfilaron todos, sin falta ni excepción por el cortejo fúnebre hasta el cementerio haciendo sonar sus bocinas y lanzando nubes negras de humo al cielo. Una vez en su tumba, su féretro fue puesto con cuidado y descendió lentamente a la vez que el alma de aquel joven hijo se partía en pedazos, y Gisela consolaba a la madre, y la vieja quejumbrosa guardaba silencio, y el tipo del teléfono apagó su celular, y la mujer con su bebé en brazos dejó de mecer a su hijo, y sonó una canción de Camilo Sesto, y dejaron de haber escaramuzas, y nadie me gritaba si chocaba con alguien, y dejaron de rayar la micro, y dejaron de botar papeles, y Juan y María seguían juntos, y el Colo-colo y la Universidad de Chile jugaron esa tarde, y al Padre se le olvidó persignarse, pero a mí no.


Y la micro, la micro terminó botada en un vertedero oscuro, y de los más de veinticinco pasajeros que habían ya no quedaba ninguno, y en la noche la luz intermitente dejó de prenderse, y los barrotes de fierro se oxidaron, y los asientos fueron arrancados, y nunca me senté en el asiento del copiloto, y nunca aprendí a caminar sobre la micro sin tambalearme, y mi avioncito seguía tirado en el piso y la muerte se extendió como raíz por todos lados. Y yo, casi sin darme cuenta aún estaba arriba de la micro. 

viernes, 14 de junio de 2013

Canción para un Libro - "Cuando abro un libro"

Cada vez que es posible tener la oportunidad y dicha de leer un libro, uno debe ser capaz de percibir las emociones que el mismo quiere transmitirnos, ser capaces de transmutar toda la información recibida y conmover nuestras entrañas. El sentimiento mutuo de la lectura, produce de una u otra forma un enriquecimiento a la persona. Aún cuando debamos leer de forma forzosa, nosotros estamos captando las señales de las letras plasmadas por el autor, de una u otra forma, somos los contenedores de aquello que es transmitido y que en más de una forma, somos seleccionados como herederos de esas emociones y sentimientos.

Cuando abro un libro

Y es que cuando leo un libro,
lo saboreo en si mismo
como miel anaranjada en un cielo de jazmín.
Y mi alma vuela libre,
apacible e irreductible
por el cielo y su confín.

Y es que cuando leo un libro
me siento alegre y triste,
sonrío con cada historia
y lloro con cada final:
¡Y mi morada se traslada
a esa casa encantada
de aquel cuento infantil!

Y es que cuando quemo un libro
es un delito, un genocidio,
destruir aquella casa
que me brindó de su hogar.
Ese universo paralelo,
que me dejó casi perplejo:
¡Hoy se extingue
y yo igual!

Y es que cuando abro un libro,
me vuelvo de tinta negra,
mis sentimientos en palabras
y mi piel se hace papel:
¡Y mi morada se traslada
a esa casa encantada
de aquel cuento infantil!

lunes, 18 de marzo de 2013

El Navío del Desgracia I


Quizás lo que motiva a un escritor a redactar sus más profundos pensamientos, es la inagotable sensación de encontrarse ante el mundo y depositar o vaciar el mar de sentimientos que se encuentra en la vasta imaginación que posee, pero también el hacer de sus lectores sus más fieles cómplices es una de las sensaciones que impulsan a redactar y hacer públicos algunos pensamientos que por lo general pudiesen ser ocultos y personales. Quiero compartir esta nueva publicación, y las sensaciones que se hacen presente transfigurando las ideas en vaivenes de marejadas en un mar indómito, frente a una barcaza que navega fraudulenta y desvariada por las aguas de sentimientos. Como grandes de mis influencias, cabe comentar que Pablo Neruda dedicó grandes de sus poemas al Mar y que el poema que citaré más abajo, también es parte de las influencias que he recibido.
 
‎El Navío del Desgracia I
"Puedo cantar irresoluto en la mirada de tu sonrisa opaca,
creer por azulejos, los navíos de hojalata en la bahía
y correr por sobre cubierta en medio de una tormenta:
Correr a pies descalzos sobre las marejadas.
Y sentir gota a gota la vida bajo el agua.

Se acostarme sobre las nubes mordiendo la tierra:
se gritar a escondidas sin, en vida, jamás ser encontrado.
Nos embarcamos a escondidas del silencio
y encallamos en los acantilados de la playa,
¡Esa!, donde nos cotejamos con la muerte.

Se abruman los peñascos rotos,
se abalanzan sobre las rodillas ponzoñosas
y los brazos llenos de yagas:
¡Que rezan por amainar esta tormenta!

Sólo encuentro el consuelo irreductible
en mi barco que ha varado frente a un iceberg,
Sólo veo mis ojos en sombras terribles,
mi barcaza, mi crucero destrozado al fondo del placer
y mi alma queda corta, torpe y ciega
para sostener en sus manos...
este poema."
Sin otras palabras que entregar, dejo a interpretación de todos a quien caiga de sorpresa este poema, que fugaz entre metáforas, hipérboles y sin fin de figuras literarias compilan y comprimen a pecho abierto estas letras impresas en las arterias del corazón. Para terminar esta pequeña reseña, pues nadie quiere que el autor revele el sentido de lo que escribe, dejo un extracto de un poema que considero de culto:
 

O Captain! my Captain! rise up and hear the bells;
Rise up—for you the flag is flung—for you the bugle trills;”
 

O Captain! My Captain! (Walt Whitman)